No siempre han hecho faltas excusas o pretextos para intervenir en Oriente Medio. La historia reciente de la zona es el relato de la influencia occidental en la región. Una zona tejida con fronteras de escuadra y cartabón por acuerdos coloniales que no tuvieron en cuenta la lengua, la cultura y el conglomerado de tribus y clanes que habitaban la zona desde tiempos inmemoriales. La denominación de medio oriente es ya un símbolo de la visión etnocentrista europea.
Cuando los británicos fundaron Irak
Entre 1914 y 1921 Gran Bretaña -actuando por sí y no como imperio subrogante- invadió Bagdad, Basra y Mosul, y echó las bases políticas de lo que hoy es Irak. El eco de aquella cruenta guerra y sus consecuencias ulteriores resuena ahora, ante las amenazas de una invasión estadounidense. Hoy como entonces, los intereses de la potencia atacante son igualmente ajenos a las necesidades de los iraquíes y las esperanzas de las fuerzas democráticas en aquel país. Organizar el futuro de Irak podría ser una tarea complicada para Estados Unidos.
En Bagdad, un régimen autoritario, apoyado sobre las fuerzas armadas, domina con rigor el país y representa una amenaza estratégica para la principal potencia occidental que opera en la región. Se lanzó una expedición militar, y al culminar una campaña más difícil y más costosa de lo previsto, fue tomada Bagdad y se instauró un nuevo orden político bajo el control militar y político de Occidente. Pero en el momento mismo en que parecía que el futuro de Irak se estaba escribiendo en el extranjero, estalló una revuelta entre los oficiales del ejército, en las calles de Bagdad y en todas las regiones chiítas del Centro y del Sur. Y toda la empresa pareció al borde del fracaso.
La sublevación fue finalmente aplastada, pero a un costo tal que tanto el ejército de ocupación como sus responsables en Londres revisarían radicalmente sus ideas. En lugar de la visión grandiosa de los comienzos de la ocupación, comienza a tomar forma un proyecto más modesto y menos costoso: por una parte, reconocer la jerarquía socio-política existente en Irak y por otra, devolver el Estado a las elites del antiguo régimen, bajo vigilancia occidental.
Este relato no es una anticipación de los próximos doce meses. Es la estricta narración de los acontecimientos que se desarrollaron hace más de ochenta años, cuando Gran Bretaña, tras conquistar las tres provincias otomanas de Basra, Bagdad y Mosul, hizo de ellas un nuevo Estado: Irak. Si existen en esta narración ecos del presente y de un futuro posible, no es tanto la consecuencia de alguna esencia irreductible de la historia iraquí como de la lógica del poder imperial. En caso de que estalle la guerra, Estados Unidos podría tener que elegir entre las mismas opciones que enfrentaron los británicos entre 1914 y 1921. Conviene reflexionar sobre estas opciones para deducir eventualmente una lógica común entre dos intentos de “reconstrucción del Estado” por dos potencias imperiales. Esto podrá ayudar a comprender lo que será un nuevo Irak bajo la ocupación estadounidense.
Cuando los británicos invadieron la Mesopotamia, en 1914, no tenían la intención de crear allí un Estado. Su preocupación inmediata era proteger sus posiciones en el Golfo. Sin embargo, el éxito de sus operaciones militares les inspira ambiciones mayores, de manera que a partir de 1918 su ocupación se extiende sobre los territorios que actualmente forman Irak. Se establece en todas partes una administración que sigue el modelo de las Indias británicas, donde muchos de estos oficiales y funcionarios habían hecho carrera. Esto conformará una combinación de administración directa e indirecta.
Todo se gestiona desde los ministerios de Bagdad, cuyo personal es íntegramente británico, pero en el interior del país los oficiales políticos cuentan con los dirigentes locales para mantener el orden y recaudar los ingresos. Quedan excluidas de este arreglo las elites administrativas y militares del antiguo régimen otomano, con mayoría de árabes sunnitas o turcos “arabizados”. Comienza a emerger una forma característica del imperialismo británico, centrada en Bagdad pero que penetra paulatinamente en todos los estratos de la sociedad, dando la impresión de consolidar los intereses británicos.
Sin embargo, con el fin de la guerra en 1918, se elevan por todas partes en el aparato del Estado británico voces que cuestionan la definición misma de esos intereses. Mientras que unos se aferran a un imperialismo puro y duro, otros estiman que el recurso a “micro-tecnologías del poder”, destinadas a hacer entrar a una sociedad “atrasada”en el molde del nuevo orden administrativo, forma parte integrante de la misión imperial de Londres. Una visión influenciada simultáneamente por dudas en cuanto a la moralidad de este proyecto imperial y consideraciones prácticas sobre recursos y obligaciones, preconiza un compromiso menor. Gran Bretaña, según este punto de vista, sólo tiene dos exigencias fundamentales respecto de un gobierno en la Mesopotamia, cualquiera sea: que sea competente y que respete las necesidades estratégicas británicas. Predomina este último punto de vista, que es el que lleva a la creación del Estado de Irak.
Los acontecimientos en el mismo Irak, tanto como la evolución en Inglaterra y en el resto del mundo, son los determinantes de esta conclusión. En 1920, el nuevo principio de autodeterminación de los pueblos da nacimiento a los “mandatos” acordados por la Sociedad de las Naciones: los territorios tomados a los imperios centrales desmembrados debían ser conducidos fluidamente a la independencia por uno u otro de los aliados victoriosos. Es una fórmula que defienden miembros del gobierno británico preocupados por preservar la influencia de su país en el mundo, pero al menor costo, tanto militar como financiero. Esta solución parece ideal, dada la volatilidad de la opinión inglesa en 1919-1920 en lo que concierne a la orientación de los gastos públicos, y también a las inquietudes gubernamentales sobre los costos del Imperio.
Costos y consecuencias
Muchos iraquíes son hostiles al “mandato”, en el que sólo ven una cobertura para el imperialismo británico. En cambio, buen número de empleados británicos del Imperio ven en ello una grave abdicación de responsabilidades2. La confrontación entre estos dos puntos de vista conducirá a la revuelta iraquí de 1920. Encendida en Bagdad por manifestaciones masivas –donde se mezclaban sunnitas y chiítas– y por maniobras de antiguos oficiales otomanos disgustados, gana en poderío cuando se extiende al Medio y Bajo Eufrates, regiones mayoritariamente chiítas. Los guerreros bien armados de las tribus, enfurecidos por las injerencias del gobierno central y hostiles al reinado de los “infieles”, asumen el control de todo el sur del país. Los británicos necesitarán varios meses para sofocar la revuelta y restablecer la autoridad de Bagdad, al costo de millares de muertos, británicos, iraquíes e indios.
Esta revuelta de 1920 tendrá dos consecuencias decisivas. En lo sucesivo, los británicos se convencerán de que la pretensión de gobernar Irak directamente les costará demasiado caro, y de que la prioridad será poner en pie un gobierno local pleno y completo, con un ejército y todos los servicios administrativos. Ahora bien, es casi inevitable que al buscar dirigentes para el nuevo Estado, los británicos los encuentren entre las elites administrativas y militares del Imperio Otomano, despreciadas en el transcurso de la guerra. En ellas hay hombres expertos en la gestión de un Estado moderno y dotados de un sentido de la realidad que les permite apreciar el justo valor del rol de Gran Bretaña en su acceso al poder, al igual que en la afirmación de la identidad iraquí en la región. Por el contrario, los líderes de la mayoría chiíta y de la importante minoría kurda son percibidos como rebeldes en potencia y demasiado supeditados a tradiciones tribales y religiosas como para poder dirigir un Estado moderno.
Estas consideraciones son las que van a guiar la política de Londres. El emir Faisal, hijo del príncipe Hussein de La Meca que condujo la revuelta árabe contra el Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial, ocupará el trono, apoyado principalmente por los antiguos funcionarios y oficiales otomanos, sunnitas árabes en su gran mayoría. Estos reemplazarán a los funcionarios británicos en la administración, y aquéllos formarán el núcleo del nuevo cuerpo de oficiales. Desde luego, la influencia británica se perpetúa gracias a consejeros en los ministerios, a dos importantes bases de la Real Fuerza Aérea y a otros múltiples vínculos que continuaron manteniendo “el imperio informal” de Su Majestad, aún después de la independencia otorgada a Irak en 1932.
Tratándose de salvaguardar los intereses estratégicos de Gran Bretaña, los defensores de una aproximación minimalista o indirecta a Irak parecían haber tenido razón. Pero habían asentado también las bases de una forma especial de Estado particular, que llevará el sello de la nueva clase dirigente, autoritaria e imbuida de prejuicios respecto de las diversas comunidades que componen la mayoría de la población.
Opciones de Washington
Este retorno sobre la historia es pertinente, dado que el régimen del presidente Saddam Hussein es heredero directo de estas estructuras de gobierno. Y si Estados Unidos busca organizar el futuro de Irak, estará expuesto a la misma tentación que los británicos en 1920. Después de la invasión y el derrocamiento militar del régimen, tendría que tomar una decisión. Podría intentar provocar cambios fundamentales en el modo de gobierno y dedicar el tiempo y los recursos necesarios para eso. O bien podría poner en funcionamiento una administración capaz de satisfacer sus principales deseos –referidos a los intereses estratégicos estadounidenses y al mantenimiento del orden– y de esta manera permitiría la retirada rápida de sus fuerzas. Esto llevaría a sancionar tanto las estructuras de poder existentes como la trayectoria histórica que dio nacimiento al régimen actual.
Es posible que, confrontada por la probable resistencia iraquí a un proyecto de “reconstrucción del Estado” y ante el temor por las vidas de sus soldados, la administración del presidente George W. Bush –impulsada por el electorado estadounidense– optaría por desentenderse de los asuntos internos del país. Esta opción entraría en contradicción con declaraciones recientes, realizadas en Washington, que afirman que Estados Unidos tiene como misión transformar a Irak en “faro de la democracia” en el Medio Oriente. Esto provocaría también la desesperación entre los iraquíes que ven en Washington la principal oportunidad para un cambio político radical. Sin embargo, al igual que para Gran Bretaña hace 80 años, para Estados Unidos sin duda son los costos y las ventajas a corto plazo lo que más pesará en las decisiones, en detrimento de las ventajas más lejanas de una transformación fundamental de la sociedad iraquí.
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